Ese día me planté y me enfrenté a la Navidad. Ahí estaban todos contentos y felices, luces de colores, Papa Noeles y adornos. Y ¿yo? ¿Por qué tenía que estar contenta? Mi hermano se había ido y no volvería a verle. Jamás pensé que aquello doliera tanto. Hacía tan solo dos
meses desde que nos habíamos despedido de él.
Y allí estaba yo, pensando en que los demás disfrutaban de un sueño, porque la Navidad no era más que eso, un sueño.
Al abrir la puerta de casa, en la televisión sonaba el mítico anuncio de “El almendro”. Vi a mi madre con cajas antiguas repletas de viejos adornos entre las manos. Su mirada perdida, mi padre en el sofá. Yo sin saber qué hacer. Tristeza. Sentí tristeza y rabia. Mierda. Aquella despedida nos había roto a todos, debía hacer algo antes de que aquello nos hundiera.
No teníamos árbol de Navidad, todos los años lo traía mi hermano, decía que replantar el árbol en familia al terminar esa época era algo maravilloso. Pero ese año no lo traería por lo que decidí que sería yo la que lo buscaría. Les pedí a ellos que me acompañaran. Había llegado el momento de enfrentarnos a aquella realidad. Y cuando ellos me miraron con tal agradecimiento supe que ellos esperaban su Navidad.
He de decir que él no había muerto o al menos eso nos habían dicho. Hacía ya un año que había cogido mochila en mano y había marchado hacia un mundo nuevo. Quería explorar, sentirse útil, descubrir un mundo nuevo. A los tres meses nos envió una fotografía por correo donde salía con una mujer con apariencia hindú. Era de una belleza extraña. Decía que ella se había convertido en su acompañante de viaje. Se habían casado. ¡Mi hermano casado! Pasó el tiempo y en octubre ella nos llamó. En un inglés espantoso y llorando nos explicó que había desaparecido, que él se había esfumado, que una noche de septiembre salió a ver las estrellas y nunca volvió. Se encontraban en Isla de Pascua. Al haber pasado dos semanas de búsqueda sin hallazgo alguno le habían dado oficialmente por desaparecido.
Mis padres rotos de dolor siempre le esperaban. Cuando sonaba el teléfono esperaban que las noticias sobre él fueran positivas. Pero no se supo más de él.
Nunca me había gustado pero me planté ante aquellas viejas bolas tantas veces colocadas por él y decidí hacer de aquellos días, momentos de buenos recuerdos.
Ayudé a mis padres a colorear su vida en esos días de añoranza.
Aquella Navidad iba a ser diferente. Invité a familiares y amigos con los que mi hermano había compartido momentos de su vida. Mi casa, un hogar diáfano y minimalista se convirtió en una postal navideña. Contraté un catering. Aquella tarde de Nochebuena desde las 5 de la tarde se fue llenando de vida y color nuestra casa.
Nos encontrábamos todos sentados en mar tumultuoso cuando sonó el timbre. Alguien dijo algo. Se hizo un silencio sepulcral. Me levanté de la mesa con el corazón encogido. Abrí la puerta y… allí estaba él con su mochila y una sonrisa radiante. La tiró al suelo en cuanto me vio, se abalanzó sobre mí y oí al fondo un grito sobrecogedor. Eso era Navidad, esperanza, amor... volver a las viejas costumbres.
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